La vida en el desierto de Tindouf tiene sus propias normas. Es como la ceremonia del té. De nada sirve lo que hayas aprendido de la historia, de la cultura, de las injusticias que padece el pueblo saharaui, saber las claves de la disciplina de un campamento militar o el manual de supervivencia de miles de refugiados. No hay nada que se asemeje a la experiencia que supone convivir con ellos y ellas. 

Es vivir en una doble realidad, una física que te enseña miseria y dolor, la de familias enteras separadas por un muro, la de depender de la ayuda humanitaria, la de no tener ni lo necesario y estar siempre preparado para regresar a la guerra o la fatiga de ver las agendas políticas sometidas a los mismos intereses año tras año. Y otra más espiritual que tiene que ver con el orgullo y la dignidad de quien mantiene la esperanza de regresar a su tierra y de vivir en libertad, la que conserva el pasado de sus ancestros, sus tradiciones milenarias, la que les hace no perder la sonrisa, permanecer muy unidos y recibir a cada visitante como un embajador dispuesto a contar al mundo que ellos aspiran a ser el pueblo independiente que fueron. 

Era abril de 1999, yo era corresponsal de Burlada para Navarra Hoy y era la primera vez que pude contar el exilio forzoso de un pueblo que vivía en corrales de cabra cosidos con alambres y chatarra mientras el viento azotando las jaimas de colores en los campamentos de Smara, El Aaiún, Auserd, Bojador y Dajla. Regresar en 2010 a través de ANAS (Asociación Navarra de Amigos del Pueblo Saharaui) para DIARIO DE NOTICIAS fue confirmar que, asentados esta vez en construcciones de adobe, por mucho que durase esta guerra mi corazón estaría siempre con ellos y serían mi segunda casa. 

El año que viene se cumplirán 50 años del abandono de España y la ocupación ilegal de Marruecos

 En diciembre de 2010 apenas había pasado un mes del 8-N que quedó marcado a sangre y fuego en la memoria de los saharauis, el día en el que el Ejército marroquí decidió desmantelar por la fuerza el campamento de protesta de Gdeim Izik. La violencia en los territorios ocupados del Sáhara occidental hizo que tras años de lucha pacífica el pueblo saharaui decidiera sublevarse. La tensión se respiraba en el aire y la vuelta a las armas se vislumbraba como una alternativa real. Tenía a mi lado a antiguos excombatientes y veteranos de la que fue un día colonia española de edad avanzada. Quizás nunca los volvería a ver. En el territorio liberado de Tifati Mohamed Ladilla, alto cargo militar se mostraba dispuesto a regresar al combate porque, admitía, “nosotros luchamos por nuestra tierra, ellos lo hacen a cambio de dinero”. Cerca, Galiani, con una prótesis en la pierna como cicatriz de guerra, era consciente de una lucha desigual en la que “bajo ningún concepto vamos a aceptar un régimen de autonomía sino la autodeterminación”, y acusaba a España y Francia de apoyar a Rabat y a la ONU de no hacer nada. 

Por la noche, entre la arena y el cielo -describía- siempre había tiempo para charlar, para reír, para conocer... para tumbarse en el suelo y tomar el té dibujando un círculo humano. Por debajo de los cero grados, en un saco de dormir en mitad del desierto -travesía a Tifariti-, las estrellas parecían escapar del firmamento. Los nómadas se guiaban por ellas y eran las mismas que conducían a muchos saharauis de la hamada hasta los territorios liberados. A Dhaba, Habiba, Mayuba, Said, Salma y Naeno, los niños saharauis que fueron a visitar aquel año Goita Pérez y Jesús García o Miguel Pérez Cambra, les hubiera gustado conocer Dajla, la tierra donde procedía su familia. En el Aaiún, ocupado por Marruecos, vivían parte de sus familias. Sufrían por ellos.

Dhaba tenía en 2010 4 primos en la cárcel y familia tortulada e incomunicada en el sáhara ocupado

Regresé más adelante y todo seguía igual. El año que viene se cumplen 50 años de abandono del conflicto. El cansancio hace mella. Galia Mohamed Fadel era una joven de veinte años que hoy, trece años después, tiene tres hijos y una situación de vida complicada. Ella sabe mejor que nadie que el primer té es amargo como la vida, el segundo dulce como el amor, y el tercero, suave como la muerte. Todas las ceremonias las ha conocido en poco tiempo.